DIRECTOR: Cristino Bogado CONSEJO EDITORIAL: Montserrat Álvarez, Carlos Bazzano, Alexis Álvarez, Edgar Cazal, María Eugenia Ayala Dirección: Brasil 353 Asunción-Paraguay E-mail: jakembo@gmail.com Fono:0981-288124

11 octubre, 2006

Fragmento de "Solo"

A lo primero que se llega en la soledad es a ajustar cuentas consigo mismo y con el pasado. Ese es un largo trabajo, y es una autoeducación para vencerse a sí mismo. Pero el estudio más grato es el de conocerse a sí mismo, si es que esto es posible. Uno debe usar de vez en cuando el espejo, en especial el espejo de la nuca, porque de otra manera, uno no puede conocer el aspecto de su espalda.
El ajuste de cuentas comenzó hace diez años, cuando conocí a Balzac. Durante la lectura de sus cincuenta volúmenes, no noté lo que sucedía en mi interior hasta que llegué a la meta. Entonces me había encontrado a mí mismo, y pude hacer la síntesis de todas las hasta entonces antítesis no resueltas. Además, viendo a los hombres con el binóculo de Balzac, había aprendido a presenciar la vida con ambos ojos, mientras antes había visto por el monóculo, con un solo ojo. Y él, el gran mago, no solamente me había brindado cierta resignación, una entrega al destino o la providencia que me libró de dolores de la peor especie, sino que además me había transmitido una suerte de religión que yo quisiera llamar cristianismo sin confesión. Durante el viaje de la mano guiadora de Balzac, a través de su comedia humana, allí donde conocí a cuatro mil personajes (¡un alemán los ha contado!) me pareció que estaba viviendo otra vida, más grande y rica que la mía propia, de modo que al final me pareció que había vivido dos vidas. De su mundo obtuve un nuevo punto de vista sobre el mío; y luego de recaídas y crisis, me detuve finalmente en una especie de reconciliación con el sufrimiento, mientras al mismo tiempo descubría cómo la pena y el dolor parecían quemar las basuras del alma, afinaban los instintos y sentimientos y también le brindaban más destreza al alma liberada del cuerpo sufriente. Desde entonces he tomado la cal amarga de la vida como medicina, y he considerado que mi deber era sufrirlo todo: ¡todo menos la humillación y el cautiverio!
Pero la soledad, al mismo tiempo, lo hace a uno frágil; y mientras antes, a través de la brutalidad me armaba contra el sufrimiento, ahora me he vuelto más sensible por los dolores ajenos, me he hecho presa de las influencias exteriores, aunque no de las malas. Estas últimas tan sólo me atemorizan y me hacen retirar. Y es entonces cuando busco las caminatas solitarias, en las que me encuentro sólo a gente insignificante que no me conoce. Tengo un camino especial que llamo via dolorosa, que empleo cuando los tiempos se ponen más oscuros que de costumbre. Es la frontera última de la ciudad al norte, y consiste en una avenida de una sola vía, con una línea de casas de un lado y un bosque del otro. Para llegar hasta allí debo tomar una pequeña transversal, que me atrae especialmente sin que yo pueda decir por qué. La angosta calle es dominada en el fondo por una gran iglesia, que eleva y ensombrece al mismo tiempo, sin seducir, porque jamás voy a la iglesia, aunque… no sé. Allí abajo, a la derecha hay una parroquia, donde he tenido que leer una amonestación, hace tiempo. Pero aquí arriba, en el norte, hay una casa, justo donde la calle desemboca en la pradera. Es grande como un castillo; está en la última falda de la colina y tiene una vista hacia las entradas del mar. Durante muchos años mis pensamientos se han ocupado de esta casa. He deseado vivir allí, me he imaginado que vive allí alguien que ha tenido influencia en mi destino o lo está teniendo ahora. Veo esa casa desde mi vivienda y la miro todos los días, cuando el sol brilla sobre ella o cuando las luces se encienden en su interior, por las noches. Mientras tanto, cuando paso junto a ella, hay una participación amable que me es comunicada, y yo espero que un día pueda entrar y encontrar allí la paz.
De modo que camino por la avenida, en la cual confluyen muchas transversales: y cada calle despierta un recuerdo de mi pasado. Como me encuentro en una alta loma, las calles bajan, pero algunas de ellas forman al principio una panza, forman una corta cuesta que se parece al globo terrestre. Cuando estoy en la vereda de la avenida y veo a una persona venir de la parte delantera de la cuesta, se ve primero una cabeza que surge del suelo, luego los hombros y al final el cuerpo entero. Todo esto se desarrolla en medio minuto y parece algo muy misterioso.
Miro hacia abajo en cada transversal; las calles dan hacia la lejanía del sur del país, hacia el Castillo o hacia la «ciudad entre puentes». Y al mismo tiempo se entrometen distintos recuerdos. Allí abajo, en el fondo de ese caño curvado que se llama calle X hay una casa, en la cual yo, hace ya treinta años, entraba y salía mientras se tensaba la red de mi destino… Enfrente hay otra casa en la que estuve hace veinte años en una situación similar, pero invertida, y por eso doblemente dolorosa. Allí abajo, en la calle siguiente viví un tiempo que para la vida de otras personas suele ser el más bello. También fue así para mí, pero al mismo tiempo fue el más desagradable; y el barniz de los años no pudo hacer desaparecer lo hermoso, pero lo feo cubre la pizca de belleza que tuvo. Los cuadros cambian con los años y los colores se transforman, aunque no para bien; en especial, el blanco tiene una tendencia a volverse amarillo sucio. Los lectores opinan que así debe ser, porque en el momento del gran adiós, es mejor que nada se nos haga querido, para que tomemos nuestro camino contentos de dar la espalda a todo.
Cuando avancé por la avenida, apenas pasé junto a las grandes casas nuevas, éstas empezaron muy pronto a desaparecer. Surgían en la luz las protuberancias de los cerros; allí se extendía una plantación de tabaco; más allá, tras la curva de un callejón, un matadero rural. Allí hay un granero de tabaco que recuerdo de 1859, porque en él acostumbraba jugar. En una cabaña que ya no existe vivía por cierto una criada, que antes había sido nodriza en casa de mis padres… y desde ese techo cayó al suelo su hijo de ocho años y se dio un buen golpe. Acostumbrábamos a venir aquí para ayudar a la criada en las grandes limpiezas de Pascuas y Navidad… y yo, si podía evitarlo, no tomaba estos callejones cuando iba al colegio, para evitar Drottningatan. Por aquí se veían árboles y arbustos florecidos: las vacas pastaban y las gallinas picoteaban; ¡esto era parte de la campiña por aquellos días!... ¡Y entonces me hundí en los tiempos pasados y en la horrible infancia, cuando la ignota vida se abría y atemorizaba, y todo apretaba y oprimía!... Me basta tan sólo con volver sobre mis pasos para dejar todo esto a mis espaldas otra vez; y eso hago, pero aun alcanzo a ver las copas de los tilos en la lejanía, en la larga calle de mi infancia, y las nubosas siluetas de los pinos a lo lejos, sobre el cementerio de la ciudad.
He vuelto la espalda a todo eso, y he mirado avenida abajo, con el sol matinal a la distancia, sobre colinas azuladas, hacia la costa, y entonces me he olvidado en un segundo de toda mi infancia, que se halla tan entrelazada con la de otros, que no son la mía; así, mi vida comienza allá lejos, junto al mar.
Esa esquina junto al granero de tabaco me produce temor; pero a veces me seduce maravillosamente, como todo lo que es doloroso. Es como andar mirando animales salvajes en cautiverio, que no se nos pueden acercar. Y ese placer del instante, cuando vuelvo mis pasos y doy la espalda a todo es tan intenso, que a veces me lo permito. En ese instante, dejo atrás treinta y tres años de tiempo, y me alegro de estar donde estoy. Además, desde niño siempre tuve el deseo de «envejecer». Y creo que tuve entonces un presentimiento de lo que me esperaba, cosa que ahora me parece que fue inevitable y decidido de antemano. ¡Mi vida no pudo ser diferente! Cuando Minerva y Venus me encontraron, junto al borde de mi juventud, de nada servía elegir, sino que tuve que seguir a ambas, de la mano, como hemos hecho todos, y tal vez así debía ser.
Cuando avanzo, con el sol en el rostro, llego pronto a un bosque de abetos, a mi izquierda. Allí, recuerdo, anduve hace veinte años y vi la ciudad debajo de mí. Por ese entonces era yo un paria, la oveja negra, y así fue que profané misterios como el de Alcibíades mientras que al mismo tiempo derribaba las estatuas de los dioses. Recuerdo que todo lo sentía como un desierto, porque me parecía no tener ni un amigo; allá abajo, la ciudad entera yacía como un ejército apostado contra mí, y yo veía a los comandantes, oía las campanas de guerra y sabía que me sitiarían por hambre. Ahora sé que tenía razón, pero el error fue gozar con placer de espectador del incendio que inicié. ¡Si hubiese tenido una chispa de compasión por las almas que herí! ¡Más de una vez! ¡Pero era mucho pedirle eso a un hombre que no había experimentado ninguna comunión con los otros!
Y ahora viene a mi memoria mi paso por el bosque como algo grande y solemne; y el hecho de que no haya sucumbido entonces, no quiero atribuirlo a mis propias fuerzas, porque en eso no creo.

Fragmento de Solo (Ensam), Jakembó editores, 2006, Asunción, Paraguay, 26-30 pp.

10 octubre, 2006

"Solo" de August Strindberg




Autor: August Strindberg

Titulo: Solo

©2006
título original: Ensam
Editorial Albert Bonniers, Estocolmo, 1903
Traducción directa del sueco: Roberto Mascaró
Tapa: kurupicho/Vicente
Collage con la tapa original de la edición de sueca de 1903 y

de un grabado Miguela Vera de la serie "Tupä mita mí"

(Los niñitos de Dios), 1979

ISBN: 99925-46-78-6
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Orihuela 1749
Asunción-Paraguay
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Volumen 1 Colección «70 traidores»

Precio: 7 dólares

Fecha de lanzamiento: A confirmar