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13 septiembre, 2006

Un cuento de "Café kafka"


CONTEMPLACIÓN DE LA MUDANZA

Hoy la veo partir y ella ni siquiera repara en mí, igual que si fuera niebla, igual que si fuera nada. Plantada allí frente a los portones de la casa, orienta a los ayudantes, dándoles instrucciones acerca del cuidado con que debe cargarse el juego de vajillas o el retrato pintado de los padres. Por la alegría que irradia a través de su fresca boca se nota a leguas el entusiasmo que la embriaga. El perfume que despiden sus poros llega hasta mí y me transporta a lo más bello del pasado juntos. Está feliz, muy feliz. Le place la sola idea de iniciar una nueva vida... ¿Y a quién no? Todos tenemos derecho a buscar la tierra que destila leche y miel... Y a pesar de saberla tan dichosa y a un paso de enterrar los recuerdos dolorosos que le han provocado horas de fiebre y angustia, de llanto e impotencia, yo no puedo repeler la depresión. Yolanda se marcha y se lleva consigo a nuestra pequeña hija. Porque esa criatura de cera, envuelta en lienzos y rosas, como una imagen a la que se debe adorar, es mi hija. El médico lo sabe asimismo: la niña no es de su sangre. El médico sacrificó su orgullo varonil por amor. Se tragó la humillación de cargar con la responsabilidad de otro. ¿Tanto así ama a Yolanda?... Sin embargo, me pregunto qué locura no se hará en nombre de ella. ¿Quién, si se lo pide, no se arrojaría al fuego sólo por complacerla? ¡Ay, yo hubiera sido capaz de eso y más! Nadie alcanzaría a medir en su real dimensión todo lo que estaría dispuesto a hacer u omitir por ella, por una de sus miradas límpidas, azules, por una de sus caricias dulces, por un chasquido soberbio de sus dedos, por un capricho cualquiera. Es tan hermosa, tan alegre. ¡Quién pudiera resistírsele! Soy esclavo de las ondas de cabello que se deslizan por su nuca; de sus blancas, aterciopeladas manos, de esos dedos extensos que no encuentran reposo ni oasis, pues están aquí y ahora allá, cual diminutos nómadas trazando piruetas en el aire. ¡Ay, si tan sólo se dignara a mirarme! Los espejos de su alma son de una ambigüedad sin competencia; inconstantes, cambian de expresión con la rapidez del parpadeo: ora arrogantes e impenetrables, ora melancólicos, sobre todo cuando le acometen a su dueña recuerdos de escenas turbias y llenándose de lágrimas, ésta corre al abrazo del hombre que la rescató del infierno. ¡Si pudiera al menos darse cuenta de que existo! Le hubiera ofrecido el aliento que en ese entonces necesitaba, ya que el tormento estuvo a punto de obligarle a trasponer las fronteras de la razón... Pero no, yo no estaba ahí cuando sufrió el ataque del agresor... ¡Yo no estaba ahí para salvaguardar su decoro! ¡Ay, ay! ¡Qué rabia tan honda! Una joven pura en garras de un criminal cualquiera que le arrebató su castidad cruelmente. ¿Cabe en el mundo tanta maldad? Y ahora, para empezar de cero, Yolanda se va al sur y no repara en este limosnero de su amor sentado en la vereda frente a la que hasta hoy constituye su morada. Tal vez ni me reconoce ya, en medio de tanta barba y mugre. Pero hubo un tiempo en que nos saludábamos y a veces hasta me sonreía. ¡Ah, épocas aquellas! Ambos íbamos al mismo colegio, entrábamos en el mismo salón. Bastó una esporádica sonrisa dedicada a mí para que surtiera efecto el hechizo latente que significaba su sola presencia. Nunca le dije nada, por lo que hasta hoy ignoro si ella intuía al menos la mitad de emociones que despertaba en mí con sólo evocarla. Yolanda dominaba mis noches adolescentes, tejía mis sueños plácidos, inhibía y ensanchaba mi apetito y se constituía en mi fortaleza, mi escudo y mi cruz. Amanecía imaginando cómo llevaría los cabellos de trigo esa mañana y me acostaba con todos los detalles de su respiración, sus pestañas, su caminar insinuante y hasta sus gestos habituales, como esa leve inclinación de sus labios al hablar o esa manía de buscar palabras en la improvisación con los ojos en lo alto, ni más ni menos que si estuviera leyendo algo en el techo o en las nubes. Vivía al pendiente de ella, pero como si estuviera dentro de una burbuja o de una partícula de polvo que la rodeaba gravitando imperceptible en la atmósfera, ya que Yolanda ni se percataba de mi existencia, pues nunca fui digno de su atención. Me bastaba tenerla a mi lado, enumerar los lunares de su mejilla, celebrar sus contornos gráciles a través del uniforme colegial e imaginar todo cuanto fuera vedado para los simples mortales... sentía entonces la misma pasión que hoy, el mismo arrebato, con la misma intensidad. ¡Ah, si tan sólo hubiera sido diferente la noche de nuestro encuentro! Toda la ciudad lo sabe; la prensa propició el eco: la estudiante deshonrada por un desconocido en la noche de su fiesta de graduación –fiesta en la que, por cierto, no participé por mi condición de ermitaño y por carecer de un frac y de modales de salón–. Jamás supieron del responsable de aquel ataque, jamás llegaron siquiera a atisbos de certeza, pese a que todos los asistentes se constituyeron en sospechosos. Nadie en absoluto contempló la posibilidad de que el indidviduo en cuestión pudo haberse trepado los muros del club social y escondido entre los arbustos del prolijo jardín pudo haber esperado pacientemente a que la bella joven apareciera de pronto, obedeciendo a una voluntad macabra, y que ya las luces de neón, ya el ruido de la orquesta terminaran agotando de tal modo su energía que le acometiera un inesperado desmayo, situación aprovechada por el pervertido que se apropió de su tesoro de mujer. Intervino la policía y se puso a escarbar en busca de pistas que no llegaron a ninguna conclusión. Los diarios y los noticieros hablaron durante semanas del misterio que rodeaba al caso. Nueve meses después nacía una niña del vientre de Yolanda, quien demostró un coraje inusitado al decidir quedarse con el producto final de aquella circunstancia trascendental...
¡Ah, ella lo es todo para mí, no me caben dudas! Y ahora se me escurre entre las manos, se desliza, desaparece para siempre: está radiante impartiendo órdenes a los ayudantes, señalando dónde irá cada mueble dentro del camión de la mudanza. El perfume que lleva parece que la hace levitar, pues sus pies no hollan la tierra, se elevan con alas invisibles. Y allí está también mi niña acunada en ungüentos y algodón, fruto de aquella feliz pesadilla, resultado de aquella noche de doloroso placer. ¿Qué puedo hacer para frenar esto que terminará por desquebrajarme?... El médico es buena persona, lo sé. Cuidará de ellas y será un esposo fiel, comprensivo, un padre ejemplar. Mientras, seguirán acumulándose cenizas en mi mirada, seguirán las costras conquistando territorios en mi piel y la dura lepra avanzará al mismo ritmo que la frustración. Seguiré comiendo arena y cal, llorando por ellas, antorchas de mi vida, mi brújula, mis peldaños. Seguiré, sí, llorando por ellas eternamente, aunque nadie lo sepa nunca e incluso lo sospeche siquiera. No me queda de otra: viviré como único portador de la respuesta al enigma alentado por la prensa, pues entre la indiferencia y el odio de Yolanda, yo, por lo menos, cien veces prefiero lo primero.

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