IV
Agujeros y perlas. Ranuras, virginidades, leyendas.
Al notar que Candela no tenía agujeros para los zarcillos de perlas, Virgilio sintió que en su vida el destino iba cerrando un hermoso círculo de presagios.
Y sin precisarlo con esa nitidez clarividente de quien recorre los itinerarios de sus fantasmas benefactores, Virgilio supo que todo eso tenía que ver con el mar.
Y en La Oliva no había mar, y en toda La Trapa tampoco, quizá por eso su presencia se hacía bajo la forma salada de la sed.
De niño quiso ser marinero. Y esa ocurrencia le vino de una lluvia.
Sólo sucedió que un día miraba aproximarse los nubarrones sobre su casa. Del cielo se desprendió un copioso chaparrón que no tardó en retumbar chorros por las canaletas del tejado. Las hojas moribundas del laurel empezaron a moverse, y el niño Virgilio se preguntó adonde irían a parar las hojas sueltas. Vio como el raudal se precipitaba hacia la cuneta, montando sobre sus espaldas a las hojitas indemnes, siguió el raudal de la cuneta hasta la esquina y estaba por cruzar la calle cuando una voz lo detuvo. El tío Antonio le decía cuidado hijo, y Virgilio levantando la cabeza vio la boca del desagüe arremolinando a las hojitas hacia un destino incierto.
De la mano de su tío volvió a la casa. En el trayecto le preguntó adónde iba tanta agua, y el tío le dijo hasta el arroyo; y él, que qué hacia el arroyo; y el tío, llevaba más agua, y que dónde iba con tanta agua, que iba al río, le dijo el tío Antonio; ¿y el río tío?, qué con el río hijo, ¿adónde va con el agua de los arroyos?, va al mar, hijo, ¿y el mar adónde va tío?, a ningún lado Virgilio, el mar siempre está quieto porque es muy grande, tan grande que todo lo que hay entra en él.
El tío le prometió dos cosas, enseñarle a hacer barquitos de papel para transportar hormiguitas y mostrarle un dibujo. Cumplió con ambas promesas.
Con el barquito Virgilio aprendió a trasladar hormigas y a veces se divertía cuando se hundía y las hormiguitas desesperadas buscaban la orilla prendiéndose unas sobre otras hasta salvarse al menos la mayoría.
En el dibujo había un mar y un barco. Sobre el barco unos marineritos, uno arriba, en el palo mayor, parecía gritar algo mientras se hacia sombra sobre los ojos con la mano.
Entonces Virgilio le dijo a su tío que quería ser marinero, y el tío le dijo que eso era muy lindo, porque en el mar había mucha aventura, pero que tenía que esperar a ser grande. Virgilio quiso saber qué era la aventura. El tío Antonio pensó un rato, pero no encontró ninguna respuesta para eso de la aventura y le dijo que para que entendiera le iba a regalar un libro de eso, de aventuras.
Le trajo uno que se llamaba Las Aventuras del Marinero Anatol que le dejó una marca tal, que aún cuando estaba por probarle los aretes de perlas a Candela, las aventuras del libro se le montaron a la memoria, como si las aventuras estuvieran ocurriendo en ese preciso momento.
Las Aventuras del Marinero Anatol contaba la historia de un guerrero que se llamaba Anatol, que después de servir al ejército de su país en la guerra contra los manchués y los mongoles volvió a su pueblo que se llamaba Gallipoli y que estaba ubicado sobre los Dardanelos, el estrecho que unía al mar de Mármara con el mar Egeo. Al frente de Gallipoli, en la otra orilla del estrecho había otro pueblo que se llamaba Lepsaky. Ambos pueblos se veían a la distancia, no sólo por sus faros, sino porque se ubicaban sobre promontorios de mármol. Incluso, cuando el día estaba claro se podían ver las siluetas y los gallipolienses se saludaban con los lepsakyenses.
Anatol que fue recibido en Gallipoli como un gran héroe estaba muy feliz al principio porque todos los gallipolienses le invitaban, hoy un trago, mañana una cena, y vivía de un lado para el otro de fiesta en fiesta. Pero después, parece como que los gallipolienses se aburrieron de tanto honrarlo, como diciendo, ya basta nomás de tanto homenaje, que Anatol se ponga a trabajar, que haga familia, no va a vivir eternamente mentando sus andanzas de guerrero. Además empezaron a sentir que para llamar la atención cada vez exageraba más sus hazañas, al punto que aparecía un día, después de mucho tiempo de haber llegado, con que de repente se había acordado de otra proeza y que no sabía porqué se la había olvidado. Pero ya todos se dieron cuenta que no podía ser que el gran ejercito del Sultán tuviera un solo hombre y que ese hombre pudiera contra todos los mongoles, y más encima que sea de Gallipoli y se llamara Anatol.
Le hicieron el vacío y Anatol acusó recibo. Dejó de salir de su casa. Se pasaba todo el santo día en su habitación mirando su ropa de soldado a la que tenía pegada a la pared como si fuera un cuadro o la estampa del profeta. Su madre a veces le golpeaba la puerta y le decía, hijo, debes salir un poco, al menos a ventilarte. Y por su madre un día Anatol salió de su habitación y se fue a la playa. Estaba tan triste, o deprimido, que cuando se paró sobre el promontorio de mármol, en la parte más alta de la ribera, miró para abajo y vio la espuma que hacían las olas al chocar contra las rocas. A Anatol le pareció que la espuma era de la boca de un perro rabioso, pero después se corrigió y pensó que eran burbujitas suaves que con gusto lo recibirían si se arrojara sobre ellas. Estaba en eso de que me tiro, que no me tiro, me tiro, no me tiro, cuando le pareció escuchar el canto de una sirena. Era como un grito agudo, un silbido lejano que vino a firuletearle cosas alrededor del oído. Había brumas porque había mucho viento y la rompiente que salpicaba agua, dilapidaba humedad como ventisca. Anatol siguió buscando de dónde venía ese extraño canto. Pensó que por ahí alguna sirena se había extraviado metiéndose en la trampa del estrecho, como a veces les sucedía a algunos delfines que llegaban hasta la costa de Gallipoli buscando un lugar tranquilo para morirse en paz.
Cuando Anatol pensó en los delfines y en eso de morirse en paz, más ganas puso en buscar el origen del silbido. De repente la bruma se disipó, como que el viento también, y cesó el grito. Pero con la claridad pudo ver que alguien le hacía señas desde la otra orilla. No era de pensar que solo las mujeres usaban pelo largo, pero no tuvo dudas de que quien le estaba haciendo señas era una mujer. Uno, porque un hombre no se tomaría tantas molestias en saludar a otro hombre a tanta distancia; otro, porque de repente tuvo ganas de que fuese una mujer, y además porque le gustaba cómo se bamboleaba la larga cabellera de un hombro al otro. Anatol contestó el saludo y a partir de ese momento sintió que ya no tenía ganas de arrojarse al acantilado.
A la misma hora de todos los días la mujer de la melena y Anatol se encontraban en el mismo lugar para saludarse. Con el tiempo a Anatol le dieron ganas de conocerla, aunque a decir verdad, también un poco de chucho. ¿Y si fuera fea? ¿Si tuviera la cara quemada, o capaz, comida por la lepra o por los bubones de la peste o de la viruela? A veces la curiosidad mata la felicidad, pensaba Anatol.
Pero un día no aguantó más y decidió que iría a verla. No había cómo. Nadando sería presa de los tiburones; de la fuerte correntada o de los pulpos gigantes que según la leyenda poblaban el fondo de los Dardanelos. Se decía que había uno, gigante, que guardaba en su interior una enorme ostra, que a su vez guardaba una Perla Dorada, tan grande que se necesitarían tres hombres para levantarla. A la perla; para la ostra harían falta como cinco. El Pulpo era el guardián de la Perla Dorada y el humano que la consiguiera tendría riqueza pero pesaría sobre él una gran maldición. Cuando llegó a esta parte del libro, Virgilio comprendió porqué el episodio de las Aventuras del Marinero Anatol se llamaba La Maldición de la Perla Dorada.
Anatol recobró las ganas de vivir al descubrir que su vida tenía desafíos. Había una mujer lejana y extraña de la que sólo conocía el bamboleo de su melena, había un estrecho proceloso —Virgilio preguntó a su tío qué significaba eso y su tío le dijo que no lo sabía, pero que cuando se escribe un libro y se habla del mar, el mar siempre es proceloso. ¡Aha!, dijo Virgilio…—, con pulpos gigantes y perlas escondidas. Empezó a construir una barca. Días tras días caminaba por la playa en busca de madera, restos de barcos náufragos que el mar escupía sin cesar. Para Anatol eran maderas probadas y ya sin miedo, que habían pasado los embates de las peores inclemencias. Se puso a construir la barca a la vista de la mujer melena, como diciéndole que se preparara, que en poco más iría por ella. La mujer pareció entender el mensaje porque en vez de agitar las manos, empezó a saltar.
Un año después la barca estaba hecha y Anatol emprendería el viaje a través del estrecho en busca de su desconocida amada.
Pero ocurrió que todos los gallipolienses estaban al tanto de la relación de Anatol, y cuando estuvo por embarcarse le dijeron que ellos también querían ir a conocer Lepsaky. Otros, algunos viejos amigos que después de cansarse de escuchar todo el santo día sus hazañas le habían cortado el saludo, fueron también a la playa a preguntarle si la mujer melena no tenía una hermana. Anatol no vio ningún inconveniente en que subieran todos a su barca y es más, hasta se puso contento que le prestaran de nuevo interés.
La barca partió sin nombre, porque Anatol pretendía bautizarla con el de la mujer-melena. Había dejado un lugarcito sin pintar a un costado del mascarón de proa. Incluso el mascarón era un trozo de madera sin forma a la espera de conocer su rostro para esculpirlo como un fiel y devoto artesano.
Por primera vez una nave gallipoliense osaba atravesar el canal. Solo a un valiente como Anatol se le podría ocurrir una empresa como tal. Es más, si los otros se animaron a enfrentar los sortilegios de las bravas aguas de los Dardanelos fue porque ahí adelante, manejando el timón, estaba Anatol.
La barca de Anatol embistió contra las grandes olas sin siquiera perder un atisbo de su serena majestuosidad. A bordo, la pérdida del temor derivó en festejos, y ya cuando la nave se aproximaba al centro del canal, y la cercanía de la otra orilla se hacía tan nítida, el jolgorio aumentó pues daba la sensación de que, aun cuando naufragaran, con unas simples brazadas estarían en brazos de las mujeres que los esperaban en la ribera.
Entonces sucedió la gran sacudida y la detención. La barca quedó atrapada como si un islote de sargazos se hubiera interpuesto en su rumbo. La idea de sargazos fue a propósito del choque blando, no abrupto como se hubiera dado si chocaran contra un arrecife. No alcanzaron a inclinarse por la borda para cerciorarse qué los detenía. En la borda empezaron a trenzarse unos enormes tentáculos.
— ¡El pulpo!
Entonces comprendieron que lo de la leyenda era cierto, que habían caído en la trampa de la insensatez de desafiar una leyenda y que por eso estaban condenados a una desgracia sin retorno. La enorme cabeza del gigante pulpo emergió al cabo con sus auscultores ojos que parecían registrar a todos sin necesidad de moverse. Más y más tentáculos sobre la baranda. Tentáculos que con la pasividad del terror empezaron a andar en búsqueda de sus cuellos. Todas las miradas hacia Anatol a la espera que decidiera algo para salvarlos.
Anatol sintió volver a su elemento, el riesgo, el peligro, la guerra. Veía a sus amigos aterrados, a esos mismos que habían descreído de sus hazañas y que se burlaron de su historia con la indiferencia. Y en un primer momento sólo tenía para diferenciarse de ellos la calma, esa pasmosa tranquilidad en medio de la zozobra que lleva a uno a considerar el problema como si el problema estuviera ausente. Y recordó esa población de la Manchuria a la que atacaron por sorpresa; pero que resultó que no era una sorpresa ya que no había un solo adulto en ella. Sólo niños y niñas que viéndolos llegar siguieron jugando lo más campantes. Los guerreros de la población y todos los adultos se habían escondido.
Para Anatol, lo llamativo de aquel episodio fue el juego de los niños. Jugaban a algo que llamaban mbopa, pero que en Gallipoli se conocía como mancha. El Guerrero Anatol se preguntó cómo esos niños manchués supieron del juego gallipoliense, o al revés, cómo llegó a Gallipoli ese juego manchú. En medio de la plaza había un gran poste clavado en cuya cima había un casco de cuero con dos cuernos. Con la cabeza pegada al poste, y con la cara tapada con la mano, uno de los niños parecía contar hasta cierto número, tras lo cual, salía a perseguir a los demás. Pero los demás no se escondían, y el niño contador debía alcanzarlos para dejarles la mancha. Los demás no se ponían a correr al garete, sino que alineados frente al poste esperaban a que el niño contador se acercara, una vez cerca empezaban un movimiento coordinado de escape, se movían entre ellos de un lado para el otro, y el contador manoteaba a uno y otro, inútilmente, hasta que exhausto se entregaba y como castigo le ponían en el calzón una cola de perro que debía tener durante todo el día.
Si Anatol se permitió dar rienda suelta a su recuerdo mientras el pulpo avanzaba hacia sus asustados amigos, fue sólo porque el reino del recuerdo acontece en un tiempo diferente al tiempo de los hechos presentes, y antes que el pulpo estuviera completamente sobre la borda, Anatol ya estaba de regreso de la Manchuria; pero su visita le permitió saber qué decirle a sus amigos. Les ordenó que se plegaran contra la baranda opuesta, y que de a tres por vez, les fue indicando, se acercaran corriendo al pulpo, que le tocaran un tentáculo y que volvieran corriendo a sus lugares. Obedecieron no sin miedo, pero al notar la torpeza de movimiento del pulpo, muchos más se animaron y empezaron a azuzar a la bestia para que ésta latigara al vacío inútilmente.
El animal terminó exhausto, con los tentáculos trenzados, como preso de sí mismo.
Los vivas no se hicieron esperar. Derrotaron al monstruo del Estrecho. Anatol era el gran héroe. Pero Anatol les indicó que aún no había terminado. Tomó una estaca y con la temeridad que sólo tienen los indómitos se acercó hasta la misma cabeza de cefalópodo. El pulpo lo miró como miran los borrachos. Anatol le ordenó que abriera la boca y el pulpo, dócil, la abrió. Puso la estaca en la boca, como apuntalando una cueva y se introdujo. Los oooh no se hicieron esperar. Anatol desapareció dentro de las fauces del monstruo, y un rato después, impregnado de una pegajosa baba oscura emergió arrastrando con una soga la ostra gigante de la leyenda. Era cierto que se necesitaban cinco para subirla. Una vez afuera Anatol les enseñó la costura de la valva. Les dijo que cuando las valvas están selladas es porque la ostra es virgen y la perla de adentro es la más preciosa. Todos corroboraron que la ostra era tal cual como Anatol la describía; los labios estaban tan sellados que no parecían haberse abierto nunca. Serían ellos los primeros. Y al hacerlo no hicieron sino comprobar: una perla gigante, más grande que la cabeza de cada uno.
Era la Perla Dorada.
La maldición parecía una mentira. Porque a Anatol le empezó a ir mejor que nunca. Era dueño de la Perla más preciosa del mundo, y la mujer melena de Lepsaky resultó ser una princesa cautiva a la que pudo comprarle la libertad para luego casarse con ella.
El único contratiempo de Anatol era que no quería vivir en Lepsaky y la mujer melena no quería vivir en Gallipoli, por lo que llegaron al arreglo de que un día Anatol dormiría en Lepsaky y el otro día en Gallipoli. Total, decían, tenía la barca y había derrotado al terrible pulpo del estrecho.
Anatol descubrió que además de amar a la mujer melena, también amaba su barca, amaba el mar, navegar, la aventura de cruzar el estrecho que trecho a trecho le deparaba una sorpresa. Cada sorpresa era un episodio nuevo en el libro. Pasando ya al final del mismo, descubría Virgilio que Anatol pareció aburrirse un poco de su mujer-melena con la que ya tenía cinco hijos, los cuales, cada vez que él se alejaba o se acercaba, se subían al promontorio de mármol para despedirlo o darle la bienvenida.
Adiós papiii.
Ciao papiii.
A Anatol le empezaron a llover pretendientas y una de ellas fue ni más ni menos que una prima lejana con la que jugaba jueguitos de toqueteo durante la infancia. La prima vino a verlo con la excusa de visitar a la tía y Anatol recordando viejos tiempo se enamoró de ella. Se casaron sin problemas, porque para las leyes de Gallipoli él aún era soltero, y como además tenía mucha fortuna no hubiera tenido problemas de arreglar todo el asunto antes que nadie chistara.
Anatol tenía dos amores, dos hogares y varios hijos. Con el tiempo, quizá la vejez, le atacó la tara de que no quería ser más promiscuo. Sintió que no era sincero con él mismo comprando el silencio de las autoridades y de la gente, y que debía terminar con eso de ser polígamo, porque si escribían un libro sobre su vida, capaz que pasaba por mal ejemplo para la juventud y se lo censuraran perdería el prestigio que pudiera haber ganado.
Se hizo del propósito de enmendar ese hecho y cada mañana, cuando partía, por decir, de Gallipoli a Lepsaky, iba con la determinación más firme de que, apenas llegara, le diría a la mujer-melena de que la cosa ya no iba, de que había conocido a otra mujer, a quien amaba, de que no llorara porque al fin y al cabo la vida era así, que mientras duró lo de ellos fue bello, y que tenía que rescatar su gesto de sinceridad, su honestidad brutal, tan poco usual en los hombres de la época. Pero le ocurría que a medida que iba llegando a la mitad del estrecho y veía las manitos de sus otros hijos y de su mujer-melena, empezaba a sentir que no estaba tan seguro de que no la amara, y cuando llegaba al muelle estaba seguro de que siempre la amó, y empezaba a maquinar que a quien no amaba como creía era a su prima, que con ella era solo el recuerdo grato de la infancia, la espina de pescado que se le había clavado en las ansias, pero que ya no podía vivir del recuerdo, de esas marcas de la infancia, y volvía a Gallipoli con la firme determinación de terminar con ella, pero entonces le ocurría exactamente lo mismo, sólo que al revés.
El libro tenía la virtud de engañarlo a Virgilio. Porque no podía ser que años así, de que Anatol iba a cortar con una, que con la otra, él creyera cada una de esas veces, que esa vez se sí, iba a concretar el corte. Virgilio se mordía las uñas de los nervios, porque se había encariñado con las dos mujeres, pero también quería que Anatol fuera decente, y en esa encrucijada se decía que sea lo que Dios quiera, sin darse cuenta que le estaban llevando de las narices hacia un lugar más triste.
Y lo triste fue aquel día cuando una gran ola venida del Mármara se batía hacia el Egeo, pero del Egeo salía otra al encuentro de la primera. Así, según los pronósticos del relato, ambas olas se abatirían frente a Gallipoli y Lepsaky, justo en el medio. Y para más tensión, en el justo momento en que Anatol y su tripulación se encontraban en el medio del estrecho, en el lugar donde cazaron a la Perla Dorada.
Entonces era nomás que era cierto lo de la maldición, porque sin dudas que si esas olas se ponían de acuerdo para chocar en aquel lugar y a aquella hora y sobre esa nave, era por designios de uno de aquellos dioses gatafloras de las profundidades, que se ponían a cuidar perlas y joyas, como si no les bastaran con ser todopoderosos.
Virgilio se sentía en uno de esos promontorios, era uno de los hijos de Anatol. Como no era parte de la historia y sí de la fantasía, podía ir de un promontorio al otro sin necesidad de barco, y sufrir el inevitable desenlace por partida doble.
Así vio a la mujer de Gallipoli que le hacía señas a Anatol, mostrándole la gran ola que venía del Mármara, y luego a la de Lepsaky que le indicaba la ola del Egeo. Vio a los hijos de ambos bandos gritando, ¡papi, papii, cuidado!, y luego vio cómo las olas se abatieron sobre la nave que al final ni nombre tenía.
El choque de olas salpicó hasta las orillas formando una nube de vapor salado. La nave de Anatol dio un vuelco, un salto carnero, un salto mortal, una vuelta campana, y luego otra y luego otra. Tras tres giros, quedó nuevamente enderezada, pero con toda la tripulación desperdigada por ahí, como esas hormiguitas, pensaba Virgilio, cuando se le hundía su barquito de papel. Evidentemente Anatol además de buen constructor de barca era muy precavido. Como que había esperado ese desenlace ya que un rato antes había ordenado a sus acompañantes que se pusieran salvavidas.
Todos gritaron de alegría cuando vieron que la nave quedó en pie, con Anatol sujeto al palo mayor como si fuera que acabara de domar un potro salvaje. Desde la costa se veía cómo Anatol hacía señas a sus compañeros, que siguieran nadando, mientras que éstos, al revés, le decían que se largara al agua. Recién cuando vieron que la nave iba perdiendo lentamente altura, comprendieron que se había roto el casco.
Desde ambas orillas seguían gritando, ¡papii, papi!, y desde el agua, ¡Anatol, Anatol, lárguese!, pero el marinero Anatol seguía tan tranquilo como aquella vez de la aparición del pulpo, esperando al parecer que todos ganaran la costa, y diciéndoles simplemente; ya voy, ya voy, ahorita voy, pero sin largarse pese a que el agua le llegaba a los hombros, haciendo grandes burbujas sobre su cabeza, luego a su cuello, y la penumbra de la noche que llegaba; como decía el libro, cubriendo de piedad con su manto la última imagen de Anatol abrazado a su nave hasta que el mar, la noche de nuevo, o algún pulpo agazapado en ambas cosas, se lo tragó.
Virgilio lloraba cada vez que terminaba de leer esa historia. A veces sentía que le hubiera gustado tener un papá que se muriera ante sus ojos como un héroe, ser como los hijos del marinero Anatol que seguramente al otro día, en la escuela, lo iban a estar mirando todos, incluso las niñas que nunca le habían dado bolilla en nada por ser hijo de polígamo. Pero también le hubiera gustado ser tan fuerte como el marinero Anatol, fuerte y decidido como para mirar impasible al agua que lo tragaba mientras sus mujeres y sus hijos lloraban por él. Había que amar mucho a una cosa para decidir morir con ella, pensó Virgilio.
Y toda esa historia y sensaciones se le vinieron a la cabeza cuando clavó el alfiler en la oreja de Candela, cuando la sangre brotó suavecita y tierna de su lóbulo, como si se abriera por primera vez las valvas de una ostra que escondía una perla maravillosa.
Virgilio vio el rodete, la redecilla y el palito atravesado; respiró el aroma de palo santo de la hebilla, y sintió que él era algo nuevo y único en ella y supo que su suerte estaba definitivamente sellada.
extraído de "El Superpalo", Humbert Bas,El Fracaso-Jakembó editores, Asunción, 2007
DIRECTOR: Cristino Bogado CONSEJO EDITORIAL: Montserrat Álvarez, Carlos Bazzano, Alexis Álvarez, Edgar Cazal, María Eugenia Ayala Dirección: Brasil 353 Asunción-Paraguay E-mail: jakembo@gmail.com Fono:0981-288124
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario