DIRECTOR: Cristino Bogado CONSEJO EDITORIAL: Montserrat Álvarez, Carlos Bazzano, Alexis Álvarez, Edgar Cazal, María Eugenia Ayala Dirección: Brasil 353 Asunción-Paraguay E-mail: jakembo@gmail.com Fono:0981-288124

21 julio, 2006

Presentación de Hurras a Bizancio

Muy buenas noches a todos. Me referiré muy brevemente a los dos libros de Joaquín Morales que se presentan hoy ante ustedes, pese a que encontraría, no un vanidoso, sino un humilde placer en hablar de ellos durante mucho tiempo, porque no deseo, con la intrusión de mis palabras, interferir en el encuentro personal de cada uno de los lectores con estos poemas a los que no escatimaré la calificación de extraordinarios. Conforme iba leyendo estos dos libros, musica ficta y hurras a bizancio, en la por otra parte irreprochable, sobria y bella edición de Jakembo realizada por el poeta Cristino Bogado, me iba percatando de que comentarlos sería un ejercicio de humildad, pues es infrecuente que un presentador, prologuista o crítico se encuentre frente a una obra ante la que tenga que admitir que siempre será más importante que todo lo que uno pueda decir sobre ella. Lo usual ―permítanme ser malvada― suele ser lo inverso. Wystan Hugh Auden ha señalado que de ninguna manera pude decirse que el placer sea una guía crítica infalible, pero sí que es la menos falible de todas. Quisiera matizar esta opinión, por otra parte cierta, refiriéndome al término “placer”. Hay muchas formas de placer, y hay placeres leves y placeres extremos. Entre los primeros se cuentan, por ejemplo, el de disfrutar de una brisa agradable, el de apoltronarse en un asiento confortable o el de olfatear una copa de buen brandy. Todos ellos se caracterizan porque no comprometen la integridad de nuestro ser ni la estabilidad de nuestra consciencia. Pero los placeres realmente extremos, que suelen relacionarse con el vicio, el crimen y el pecado ―pienso en los placeres del asesinato real o simbólico, de todas las formas de la crueldad, de la embriaguez, de la lujuria y del arte―, inevitablemente enturbian la lucidez de la mente más cartesianamente “clara y distinta” y desarreglan la serenidad habitual de esa primera persona del singular que nos constituye y que se ajusta por lo general de acuerdo a la ordenada posesión de sí misma, y por esta razón presentimos en ellos un peligro que los emponzoña, pero que, paradójicamente, los hace aún más exquisitos. El verdadero placer es siempre un placer envenenado. Creo que esa guía crítica casi infalible de la que hablaba Auden debe contemplarse a la luz de esta noción de placer, que seguramente puede parecer perversa (que sin duda es perversa, en efecto), pero que resulta ineludible cuando el lector se aproxima a la destilación elegante, de factura ciertamente clásica y aparentemente distanciada, del delicioso veneno de los poemas de Morales. Hablar del doloroso placer de la existencia, doloroso porque la vida, como toda luz, se acompaña siempre de la sombra que ella misma proyecta y que le es consustancial ―en este caso, la Muerte―, puede dar la impresión de que hago filosofía barata con ocasión de este comentario. Pero, así como hay mentiras de apariencia muy brillante, existen también verdades de apariencia muy trivial. Creo que ésta es una de ellas, en especial si nos acercamos a esa parodia, que es también un homenaje, desencantado y nostálgico, burlón y tierno, en que consiste hurras a bizancio, enfrentamiento del hijo contra el padre análogo al de Pound contra el gran Whitman, sólo que aquí ese padre, a quien se invoca con desdeñosa burla y entrañable y desengañado afecto, se ha vuelto senil, o, más bien, es el tiempo mismo quien así lo ha vuelto, ante la melancolía y el irónico entusiasmo de su hijo, que sostiene él mismo con puntales el monumento de ese ídolo caduco, de su propio enemigo, para poder enfrentarlo sin que el yeso se caiga a pedazos. Y sin que con él se derrumbe también el gran y vano sueño, “el sueño triste y resbaloso”, como dice Morales, “kitsch y cursi, cuasi-facho y sensiblero / de los niños, las palomas, / la tricolor flameando allá / donde el sol antes salía”: el gran y vano sueño de la “bienamada y putísima bizancio”, de la disglósica Arcadia que en verdad nunca existió, pero que, como todas las mentiras muy amadas, tampoco puede desaparecer. Todos nosotros, los aquí presentes, a quienes el Azar o la Providencia, por nacimiento o por sino, han destinado a habitar en la soñada Bizancio, paseamos por sus plazas, parques, jardines y museos, espacios recogidos en una sección del libro, entre sus bronces y piedras que “son mero accidente”, o bien deambulamos por las cátedras, claustros, laboratorios y arsenales del espíritu bizantino, nombre de otro capítulo de hurras a bizancio, y nos movemos entre sus leyendas y entre sus fantasmas, en medio de la grávida presencia de los ausentes, a veces invocados, con resignada urgencia, si cabe la expresión, como en este poema que Morales dirige a sus muertos: “no quiero dejar la casa abierta esperando que vuelvas, / y amanecer contando las baldosas. / por eso te doy un libro como seña, / éste. / por si no quieras venir, / no hay mandamiento que te ordene. // por si te pierdas de venida, / el libro contiene sueños y encantamientos / para levantar más alta casa, / y más abierta y más nuestra: / desde allí, qué fácil vernos. // y por si quieras venir, / mientras estés viniendo, / al abrir tu libro –es éste- / se abrirán las ventanas, / y he de ver tu nombre en todos los libros, / y luz, la tuya, // retornando a casa”. Casa que es la nuestra, celebrada por los ensalmos, al decir de Morales, “medio kachiäi de los decires cultos y de nación”, alucinación colectiva que soñamos o que tal vez nos sueña, pobre madre nutricia de senos más bien secos, amado verdugo de sus mejores hijos, de los únicos que nunca la traicionan: Bizancio. Paraguay. Homenajeado, ¿es preciso decirlo?, como se lo merece: con amor y con áspera burla. Y también con tristeza. Por su parte, musica ficta, como su nombre lo indica, muestra el concierto silencioso de la mente: es música, pero imaginaria, sin la materialidad vibrante de las ondas sonoras estimulando el tímpano, hecha de rondós, pavanas y gallardas, de óperas bufas, de ragtimes y de blues. La voz principal se hurta tras el discreto hermetismo de las alusiones personales y se bifurca en voces diversas, permitiendo apenas adivinar fragmentos de una verdad última que quizá no exista: el supuesto autor, y, con él, el mundo, así llamado, “real”. Si hay un rostro final, sólido y sin fisuras, detrás de todas las máscaras, o si en éstas consiste todo lo existente, es pregunta que el libro, sutilmente inquietante, obliga al lector a formularse acerca de sí mismo. Lector al que interpela, desde su “fe de erratas”, como “mi semejante, mi hermano, y otras invocaciones sin esperanza”, con sarcasmo dulce y hasta piadoso: “chúlina mi pálido lector de largas orejas, / si no ancha ojera profesional, / príncipe en su tarde libre, / o esclavo de promedio masivo y / típica desviación estándar, / aquí se desencarna, cambia uniforme por piel, / frente a su chimenea mental, / carbones encendidos en su cabecita, / su brasero de angustias / donde se fríe la cultura empanizada, / complacido en que reconocerá públicamente / -círculo de elegidos o amigos de su barrio, pocos pero buenos- // que me lee, sí señor, / que confía en mis intentos de mago sin conejos aptos, / o imprudente magia excesiva para auditorio sin sombreros de copa...” Si ambos libros poseen una perfecta autonomía, algo los une: el humor los recorre a ambos por igual. El humor, esa muralla que la flaqueza levanta contra los horrores de la vida, como si una sonrisa los pudiera borrar. Recurso, digámoslo ya, propio de almas frágiles y quebradizas, pero que a él le deben su verdadera fuerza. Y, sin embargo, si bien el humor es una refinada e inteligente presencia en toda la obra de Morales, produce una risa, pese a que jubilosa ante el ingenio, más triste que una mueca de amargura: “y las cabezas, recién cortadas / (que así las quiero para siempre: / frescas, / intactas, / inolvidables, / horrorosamente puras, / y sobre todo, más que nada: / desde el horror vociferando / calladas, mudas // que así las quiero para siempre / y me importan un bledo / la gobernabilidad, / los pactos de silencio, / las puercas transas de conciencia,) // y las cabezas, ya para siempre / recién nomás cortadas, / ningún futuro, / don Eloy, che capelú, mi cuate, / ninguna arcádica visión veían / para contarnos”. Se agradece también la gentileza para celebrar magnánimamente a las delicadas criaturas de este mundo; ya Baudelaire, quien también interpeló, como Morales, a su “hipócrita lector”, rindió tributo a sus amados gatos: “Ven bello gato, a mi amoroso pecho, / retén las uñas de tu pata, / y deja que me hunda en tus ojos hermosos, / mezcla de ágata y metal”. Morales admira también la gracia de esa “madre resignadamente gata”, misteriosamente preñada en algún orgiástico ritual felino entre los murallones y azoteas de Bizancio por un secreto “dios de cuatro patas”, y no podría ser más deliciosa la respetuosa invocación que le dirige: “señora del paso cauteloso”. Sería una impudicia casi obscena aludir al secreto infierno en el que a veces se gestan los poemas que llegan al lector que nunca lo sospecha, y no lo haré, por ende, pues los poetas agradecemos que se guarde silencio al respecto. Sólo diré, a riesgo de sufrir condena por soberbia, que también lo conozco y que sorprendería al público saber cuán pocos, en verdad, entre la muchedumbre de escritores que publican libros y más libros, lo han visto o habitado realmente. Joaquín Morales es uno de esos pocos. Es de ese infierno ignorado de donde procede, por ejemplo, esta variación retórica mínima, perteneciente al libro musica ficta. Poema aparentemente inocuo, juguetón, casi naïf, un tanto cómico incluso, y, sin embargo, quizá por ello mismo, lo más siniestro que he leído en mucho tiempo: “que te agarre la muerte en medio del café con leche, / a solas con la gloria de tu mejor medialuna; / que te agarre la muerte / con helado a medio consumir, / y lo que resta, delicia de la mosca anónima; / que te agarre la muerte en calzoncillos, / plácido, indefenso, / rascándote el ombligo y la experiencia; / que te agarre la muerte con tu historia / poco florecida de fanfarrias, / casi todavía en plena afinación; / que te agarre la muerte tal tropiezo / en vals de maniquí de escaparate, / descompuesto el tres por cuatro, / el charol pisoteado; / que te agarre la muerte como en broma, / un empujón nomás hacia un costado”. Muchas gracias.

Montserrat Alvarez

1 comentario:

Rain (Virginia M.T.) dijo...

Tengo que juntar dinero para tener este libro y otros, impresos.
Tan luminoisa presentación vislumbra la poética de Joaquín Morales.

Grandes salutes.