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18 julio, 2006

Vitalidad y muerte en clave literaria

Escribir un prólogo es quizá el arte, si así puede llamársele, de poner en el umbral de un haz de palabras otras palabras que, precediéndolas, las presenten, o intenten hacerlo por lo menos. Sabido es lo complicado que supone contar al lector, sin ser arbitrario y aguafiestas, de lo que trata un libro, especialmente un libro de ficción cuya efectividad se centra en el asombro, en la sorpresa que genera la lectura de sus sucesivos secretos y enigmas. Pero dos cosas han hecho que aceptara escribir unas líneas, breves y sinceras, sobre este primer libro de Javier Viveros. La primera: la ya larga amistad que me une al autor de estas páginas; la segunda: la calidad literaria que mana de estos relatos que tuve la oportunidad de conocer durante el proceso mismo de su escritura. Es decir, dos motivos de gran peso: la amistad y la belleza.

En primer lugar, no resultaría arriesgado decir, sin pretender reducir a una sola mirada crítica el análisis de los grandes temas de La luz marchita, que los catorce cuentos que conforman este volumen configuran una reflexión, desde múltiples perspectivas, sobre la naturaleza no menos múltiple de la muerte, y además sobre esa contracara suya, primigenia e inevitable, que es la vida. Para Javier, no se puede hablar de la muerte sino como del otro rostro atribulado de un Jano bifronte que mira hacia una región vital al mismo tiempo que lo hace hacia la sombría inexorabilidad de la muerte. Así, no es casual que el autor haya decidido inscribir como emblema heráldico de este libro los cuatro epígrafes de autores trágicos como Esquilo, Sófocles, Eurípídes y Shakespeare, y las situaciones a las que los personajes se ven arrastrados coinciden de alguna manera con las de los dramas de estos trágicos. Además, la misma dedicatoria a Búfalo Chamberino, uno de los personajes de la novela Cristo versus Arizona, ese largo suspiro agónico de Camilo José Cela, nos da pistas sobre por qué el autor ha ido trabajando un texto pensado sobre la matriz de la finitud humana.

El conflicto humano, en la mayor parte de los cuentos, se resuelve de manera tal que no quedan cabos sueltos ni puertas abiertas dentro del mecanismo ficcional, esto por supuesto sin socavar las sutiles y sensibles libertades interpretativas del lector. Finales cerrados donde solo caben la muerte o la ironía, y en ocasiones las dos juntas como en “La pólvora del destino”. El estático y decidido protagonista del primer cuento, “Apocalipsis de un alma”, da carta de presentación con una frase a lo que en los próximos cuentos será el leimotiv activo y menos abstracto en el camino que conduce a los hombres al final de una vida, en cualesquiera circunstancias: “¡oh, la amarga muerte!, personas hay que la temen, yo no soy una de ellas, la vida es sólo un breve dilatar, desde nuestro nacimiento ya estamos condenados a ella”. Subyace aquí una de las fuentes de las que ha bebido el autor, literaria y filosóficamente: la poesía de Quevedo y su concepción senequista y estoica de la vida como de un breve camino hacia la muerte. También se filtra en los relatos aquel “inmisericorde” concepto que tenía de los hombres el poeta griego Píndaro, pues los personajes encarnan aquella frase que en el breve instante que dura un relato, en el efímero fragmento de una vida narrada, cobra significación especial: “seres de un día”.
Los escenarios sobre los cuales se desarrollan las historias contadas en este libro corresponden, aunque en la mayor parte de los casos no tengan nombre, a los de los ámbitos rural y urbano del Paraguay. Esa doble vertiente locativa de nuestra narrativa, ya secular la primera y en tránsito de ganar un lugar legítimo la segunda, en parte gracias a una nueva generación de escritores en su gran mayoría inéditos, representa una de las más importantes y visibles caracterizaciones que se pueden hacer de la literatura paraguaya en las últimas tres décadas, en cuanto a los niveles de representación de lo real, con fundamentos sociológicos. No se puede tomar como hecho menor la convivencia en nuestras narraciones del mundo del campo y de la ciudad, como componentes de un país en el que las relaciones entre estos ámbitos toman importancia vital, teniendo en cuenta la progresiva urbanización que se ha dado en Paraguay. Los cuentos de Javier Viveros reflejan, sin embargo, el camino contrario de esa convivencia entre lo urbano y lo rural: la separación de esos dos mundos. Es decir, de la cotidiana y pequeña fatalidad que se cuenta en “Entre las calles asuncenas” a la densa marcha hacia el enclave último de la muerte que se narra en “Sepultura en la niebla”, no hay prácticamente interrelación entre el campo y la ciudad. Lo que sucede en el campo parece ser algo aislado de lo urbano y viceversa, más allá de los falsos presupuestos de la globalización. O como ya el propio Roa Bastos había definido al Paraguay: un país dividido en tres, el Chaco, la campiña de la región oriental, y Asunción y sus alrededores. Eso sí, para el autor aquello de que todos los fuegos son el mismo fuego, la misma llama ardiendo en diferentes lugares, tiene la misma consistencia que tienen las llamas de la realidad.

El lenguaje de la luz marchita es, como el autor mismo me lo ha confiado alguna vez, un lenguaje febril. La herencia del Siglo de Oro español, que es en general la herencia que estilísticamente hablando ha impuesto la tradición de la lengua escrita a nuestros escritores de habla hispana, a excepción del siempre exceptuado Borges, es patente en todos los cuentos. Cercana por momentos al musical barroquismo de un Alejo Carpentier, la prosa de Javier Viveros causa efectos melódicos en los lectores, como cuando se llena de palabras esdrújulas en “Después del crepúsculo”, o se pone en marcha un concierto de conjunciones copulativas en “Fuego en la madrugada”, un relato desprovisto de signos de puntuación.

En cuanto a los aspectos formales de la narración, Javier sigue el ejemplo de los autores clásicos del género. Es decir, un discurso narrativo sin obstáculos de índole estructural, con narradores claramente identificables y con situaciones que no admiten oscuridades caras a las vanguardias. Sin embargo, el cuento “Polvoriento transitar” es la muestra de que el autor no desconoce los aportes técnicos de la narrativa moderna, en especial las innovaciones introducidas por el escritor norteamericano William Faulkner, autor que ha sido pieza central en nuestro tablero de discusiones en los tiempos de aprendizaje literario. Todo lo que en los demás relatos es linealidad discursiva, en el citado cuento se transforma en un apasionante concierto de voces y de tiempos trastocados que hacen de él una audaz e inteligente aventura humana.Muchas cosas, muchas aristas posibles que la obvia limitación de quien escribe este prólogo no ha podido visualizar, quedan en el tintero. Pero lo fascinante de la literatura, la más bella de sus potencialidades es la que hace referencia al hecho de que, en efecto, el tintero interpretativo y reflexivo de los lectores jamás se agota. Por ello invito a que los lectores de este libro cumplan el viejo rito de pasear la mirada y el entendimiento sobre las páginas de La luz marchita, para que el mito y la verdad que se miente bien, como quería Onetti, se pongan en funcionamiento y las cosas del mundo, las pequeñas y grandes cosas del mundo, adquieran el sabor que solo el irrefrenable goce que prodiga la literatura puede expresar, de acuerdo a nuestra más profunda condición humana.

Adelante, lector, las páginas te aguardan.

Prólogo de Blas Brítez para el libro "la luz marchita".

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