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21 julio, 2006

Protréptico para el reino de la Nada

Una trilogía inversa, inversa desde el punto de vista del orden cronológico del mundo de la vigilia, obedece, sin embargo, al orden (o al “desorden”) de otro mundo paralelo a éste y al que la luz diurna suele borrar. Ajeno al espacio temporal rectilíneo de la lógica de lo “real”, de la Historia (“aquí empieza, o aquí termina, esto o aquello”), de la Cau-salidad (y, por ende, del Pecado y de su expiación o su castigo: “a esto te han conducido tus acciones”), de los Si-logismos (“de esto, pues, se sigue necesariamente esto otro”, etcétera), de las Teleologías (y, en consecuencia, de todo pensamiento soteriológico, y también, en el fondo, de todas las promesas de redención, sobrenaturales o mundanas), el otro tiempo del sueño y del inconsciente gobierna la “inver-sión” de esta trilogía. La más moderna de las oniromancias, que es la psicoanalítica, descubre (como, por otra parte, todas las oniromancias lo hicieron siempre, desde el bíblico relato de José, y aun desde antes, sin duda, las más antiguas) el contenido latente debajo de lo patente, el relato escondido detrás del manifiesto. Esta inversión con la que Jorge Kanese (“Jorge K.”, o “K.”, pues, kafkianamente) subvierte el verifi-cable orden fáctico que ha gobernado en la “realidad” su escritura y su historia cuestiona ese orden al explicitar más hondas estructuras: las del —inverificable— tiempo sin tiem-po, las del tiempo otro de lo impensado. Así pues, en el sen-tido más propio (¿más radical?) del término: un libro subver-sivo. Siendo una trilogía inversa que sigue el orden del dis-curso onírico, comencemos por Halcones rosados, donde una voz perora sus alucinaciones apocalípticas (como Empédocles antes de lanzarse a las llamas del Etna) en la atmósfera de pesadilla de las microfonías, los zumbidos, los efectos Larsen, las oscilaciones de ondas de radio cabalgando tormentas en su viraje cósmico (o de cambio de ciclo, acaso), la voz quizá de uno de los “Carlos”, pero ahora demente, que declara un coup d’etat a la realidad... Los Halcones[1] no son aquellos, que nos fastidian desde 1961, denunciados por el anarco-capitalista Antonio Escohotado, sino una panda de granujas erigidos en decadentes inteligentes que toma su nomenclatura de gran guiñol de una supuesta enciclopedia tardomedieval ñembo borgiana que registra esta especie de falcónidos que por un exceso de fecundidad, para mayor gloria de la superación dar-winiana, termina desapareciendo: su propia vitalidad, para-dójicamente, los mata. Su rareza, su “queeridad”, si se nos permite el neologismo anglicizante, es más caricaturesca que literal, pero idónea, en todo caso, para practicar, con arte, todos los excesos propios de ciertas sectas heterodoxas ―co-mo la de los jlysty, famosos por haber servido de humus a la carrera falocrática de gente como Rasputín―. El dramatismo y la paradoja del radical viraje del mundo (el fin del stro-nismo) sorprendiéndolos vocingleros y pedantes en un burdel evoca la intensidad extravagante de los ambientes eslavos (recordemos que Kanese tiene sangre rusa), desde Dostoievski hasta el Underground de Kusturica. El poema se extiende so-bre, o se pierde entre, el híbrido ruido de fondo de un jopara que exhibe los dos genitales del hermafrodita (ideal) para-guayo. Del poeta paraguayo: primer genital, el español (fáli-co, agnativo, señorial) y, segundo genital, el guaraní (matri-
cio, cognativo, yanaconizado). Los tiempos finales se visten con la terrible alegría de la desesperación, con el paroxismo triste y jovial de la fiesta, como en Kusturica, en un éxtasis al mismo tiempo de misticismo y lujuria. Pero Kusturica en el fondo juega a veces demasiado con un realismo mágico algo tópico que quiere obnubilar y destensar por medio del asom-bro carcajeante, mientras que esta voz hermafrodita nos con-duce hacia aires más abismales y mefíticos. ¿Finis Austriae? Tibio. ¿Apocalipsis feliz? Tibio aún. ¿Petrogrado (esa San Pe-tersburgo eslavófila) antes de la revolución bolchevique? El predicador alucinado del burdel no es Rasputín, sino el Gor-do. Lanzando insistentemente sus “sopapos espirituales”, co-mo él los llama. Despertando a la revelación del comienzo del fin como un profeta o un iluminado, como un iracundo starec con un lupanar a manera de ermita o de PC proselitista para perifonear sus verdades. Esnifando sus dos últimas líneas ra-quíticas de merca, chupando su whiskey mau, culeando niñas destinadas a la virginidad, todo su cuerpo verbal tiembla con la epilepsia de los oradores semibestiales de la época pasada, del ancienne régime stronista. Su vulgaridad y su argelería acercan por momentos a este Gordo a otros célebres obesos de nuestra pequeña y reiterativa historia. Pero lo suyo es liderar una estrategia para fines infinitos Quebrar letras y palabras para “apenas” dejar un mensaje. Un simple y clásico protrép-tico[1], no para políticos y gobernantes que sueñen con utopías y reformas, con islas puras e incontaminadas ―Nueva Creta, Pala, Zardoz, la Polis platónica, San Ignacio Guasu, etc.―, sino para el jefe del reino llamado Nada.
La segunda sesión de análisis, psico-poë-analítico, es El Xamán Xapucero. Han sido remontados la exhortación fu-ribunda, el énfasis vehemente, el rotundo patoterismo verbal. El falansterio-burdel y su santón-proxeneta han dejado lugar al brujo conservador. El Gordo enajenado cede el paso al Xa-mán Xapucero; la secta de los Halcones, a un linaje estéril y en peligro de extinción. Ciertamente, el chamanismo tuvo su origen un poco más al este que la Santa Rusia. Su lenguaje puede ser japucero o japulo, pero no chapucero. Su arte para curar o salvar no es una mentira, pero puede ser, en cambio, torpe, impotente, “chapucero”. Su mensaje es más modesto, menos “grosso”, menos imponentemente gordo. Se limita a insinuar que el mal ha muerto (lo que está en todas partes no está en verdad en ninguna) y que, por ende, es imposible ya encabezar revoluciones sangrientas, trastrocamientos radica-les de la gramática, cumplir, en suma, con la misión heredi-taria del chamán. Que sólo podemos ahora chapucear en el chapurreo del jehe’a del jopara nuestro de cada día. Mal de la lengua que lo invade todo, como un virus borrougsiano, desde los experimentos de vanguardia hasta las bromas inofensivas pero rentables de los mass-media ―véanse los periódicos y su monótono y necio cuchicheo salmodiado como mantra auto-complaciente para demostrarse que sí, que son un poder, aun-que se trate solamente del cuarto―. Incluso el poder ejecutivo lo esgrime como un slapstick chaplinesco en sus puestas en escena ―siempre chapuceras― cotidianamente.
La conspiración de los ginecólogos es el punto final de la inmersión oniromántica, fin que sin embargo, de algún modo, es también el comienzo. (“Lo primero por lo último”, dirían los griegos, “ústeron próteron”). El fin, porque hay un regreso a lo colectivo, al imperativo del “hacer juntos”, a la desconfianza frente a lo individual. Porque ya no hay lugar para liderar revuelta alguna, pero persiste la farsa de un su-puesto cambio. Ahora en manos de los ginecólogos. Y los co-nejillos de indias son, no el mundo, la cultura o la literatura, sino la pareja doméstica, íntima, edípica, psicoanalítica. Los sexos separados que, según El banquete, sueñan con su reu-nión en un narcisismo pleno y prístino. Pero es el comienzo porque la voz, en este tercer texto que da título a la trilogía, parodia la de los tiempos aurorales, jahvistas, de las cosmogo-nías y su mítico primer día, el de la creación, y el locus ame-nus de su edén inocente: «Koncha dijo y el cetro rompió. La última zanjita. El kaos se enlenteció. El hastío y la melancolía abarcaron casi todo. El trabajo como castigo se expandió y ocupó hasta los reductos más impensados. KXK xiöli fue el primero. Quiso ser patriarca, guerrillero. Salvador, surrealista. Murió en el anonimato y la desolación. KXK xyke (pe) el se-gundo. Menos comprometido que comprometedor se abocó a los suyos tratando de evitarles lo inevitable. Criticoneando y sermoneando a full. Conoció a la (única) auténtica Xamana Xapucera andante y (calentón incurable) se enamoró de ella. Aterido de tanta iluminación sexótika murió dudando hasta de su capacidad curativa. KXK ky’a heredó el mando. No hizo gran cosa (fue lo mejor que hizo). Más conocido como KXK xiriki por su inveterada costumbre de darle duro y parejo al trago y a los trances. Hoy (el-K-suscribe) he heredado el sis-tema. Me llaman KXK ipahaguë, ambu’a, angaite. Alias tem-bó». Parodia de la Biblia nacional: el himno patrio. Y sin em-bargo la voz, a pesar de encontrarse al inicio del libro, piensa ya en el mejor método para morir. Pese a que sucumbe momentáneamente al complot copulatriz y se embriaga con la enumeración de los sustantivos genitivos, fecundadores, luju-riantes. No puede hacer otra cosa, pues estos son los instru-mentos que posee para alcanzar una levitación capaz de suspender la historia y sus angustias, la sensación de derrota, impotencia y desesperanza que constituye, bien sabido es, al hombre moderno. Elevación paralela al florit de la carne, a la espuma del orgasmo. Palingenesia desatada por el verbo, por otra parte, precisamente en el momento en el que el hombre considera con seriedad su fin. Asistimos así a la irrupción revitalizadora, en tan macabro ambiente, de la alegría ado-lescente de pronunciar “las grandes palabras prohibidas”. De hablar del sexo y la muerte. De la creación y la desaparición. En este punto de la estructura oscilante ―de puertas batientes, de dos vientos― del libro nos detenemos paralizados ante una sospecha. La estrategia de Kanese, ese hacernos recorrer la (ir)realidad cronológica de su experiencia onírica mediante una escritura de raíces al descubierto y ramas subterráneas, cobra aquí todo su sentido. Como el espermatozoide-Woody Allen en Todo lo que siempre quise saber sobre el sexo y nunca me atreví a preguntar, o como los chamacocos primi-genios tras el anabser Nemur, el último dios salvado de la ma-tanza originaria, corremos fuera de lo conocido, la realidad caótica y enceguecedora, hacia el punto de luz que promete borrar la maldición de la ley de la germinación y de la muerte: la travesía inversa aspira a desbaratar esa estructura demiúr-gica chapucera, narratológicamente idiota, para hozar en el ombligo del sueño del poema. El lector deberá tener más as-tucia que Alejandro, más sabiduría que Edipo o más virtud que Arturo en esta ocasión. Iñaka yagua la iñua. Su espada guerrera son su padre y su madre fusionados. Desatar el nudo de lo perverso o destruir lo monstruoso no es parte del juego. Sí, en cambio, seguir anudando y enredando más aún, inven-tando neologismos, construyendo solecismos, asumiendo nuestra inevitable errancia onirológica y el círculo vicioso de su nihilismo y, cansados ya de la música de unas esferas final-mente oxidadas después de tanta Historia y tantos siglos, girar, ebrios, sobre el ruido de fondo del jopara de ese híbrido de sueño y realidad, poesía y prosa, sentido y absurdo: el mundo que nos es dado, este “cuento de un idiota, lleno de ruido y de furia”. Magia de anulación (de lo real) que repro-duce, pero en sentido contrario (“inverso”), los actos del he-chicero al que combate para acabar con su maleficio, este libro chapucero y chamánico es el rito de un mago que recorre los hechos al revés para anular el embrujo de lo sido y hacer posible el sueño de lo que no fue nunca.


Montserrat Álvarez y Cristino Bogado.
Asunción, viernes 3 de febrero de 2006.

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